PLATÓN: Gorgias
CALICLES: Así pues, ésta es la verdad y lo reconocerás si te diriges a la cosas de mayor importancia, dejando ya la filosofía. Ciertamente, Sócrates, la filosofía tiene su encanto si se toma moderadamente en la juventud: pero si se insiste en ella más de lo conveniente es la perdición de los hombres. Por bien dotada que esté una persona, si sigue filosofando después de la juventud, necesariamente se hace inexperta de todo lo que es preciso que conozca el que tiene el propósito de ser un hombre esclarecido y bien considerado. En efecto, llegan a desconocer las leyes que rigen la ciudad, las palabras que se deben usar para tratar con los hombres en las relaciones privadas y públicas y los placeres y pasiones humanos; en una palabra, ignoran totalmente las costumbres. Así pues, cuando se encuentran en un negocio privado o público, resultan ridículos, del mismo modo que son ridículos, a mi juicio, los políticos cuando, a su vez, van a vuestras conversaciones y discusiones (…).
Lo más razonable es hacer lo que os digo. Está muy bien ocuparse de la filosofía en la medida en que sirve para la educación, y no es desdoro[1] filosofar mientras se es joven; pero, si cuando uno es ya hombre de edad aún filosofa, el hecho resulta ridículo, Sócrates, y yo experimento la misma impresión ante los que filosofan que ante los que pronuncian mal y juguetean. En efecto, cuando vio jugar y balbucear a un niño que por su edad debe aún hablar así, me causa alegría y me parece gracioso, propio de un ser libre y adecuado a su edad. Al contrario, cuando oigo a un niño pronunciar con claridad me parece algo desagradable, me irrita el oído y lo juzgo propio de un esclavo. En cambio, cuando se oye a un hombre pronunciar mal o se le ve jugueteando, resulta ridículo, degradado y digno de azotes. Esta misma impresión experimento también respecto a los que filosofan. Ciertamente, viendo la filosofía en un joven me complazco, me parece adecuado y considero que este hombre es un ser libre; por el contrario, el que no filosofa me parece servil e incapaz de estimularse jamás digno de algo bello y generoso. Pero, en cambio, cuando veo a un hombre de edad que aún filosofa y que no renuncia a ello, creo, Sócrates, que este hombre debe ser azotado. Pues, como acabo de decir, le sucede a éste, por bien dotado que esté, que pierde su condición de hombre al huir de los lugares frecuentados de la ciudad y de las asambleas donde, como dijo y el poeta Homero en la Ilíada, los hombres se hacen ilustres, y al vivir el resto de su vida oculta en un rincón, susurrando con tres o cuatro jovenzuelos, sin decir jamás nada noble, grande y conveniente (…).
En verdad, querido Sócrates –y no te irrites conmigo, pues voy a hablar en interés tuyo-, ¿no te parece vergonzoso estar como creo que te encuentras tú y los que sin cesar llevan adelante la filosofía?
Pues si ahora alguien te toma a ti, o a cualquier otro como tú, y le lleva a la prisión diciendo que has cometido un delito, sin haberlo cometido, sabes que no podrías valerte tú mismo, sino que te quedarías aturdido y boquiabierto sin saber qué decir, y ya ante el tribunal, aunque tu acusador fuera un hombre incapaz y sin estimación serías condenado a morir si quisiera proponer contra ti la pena de muerte. Y bien, ¿qué sabiduría es esta, Sócrates, si un arte toma a un hombre bien dotado y le hace inferior sin que sea capaz de defenderse a sí mismo ni de salvarse de los más graves peligros ni de salvar a ningún otro, antes bien, quedando expuesto a ser despojado por sus enemigos de todos los bienes y a vivir, en fin despreciado en la ciudad?
A un hombre así, aunque sea un poco duro decirlo, es posible abofetearlo impunemente. Pero, amigo, hazme caso: cesa de argumentar, cultiva el buen concierto de los negocios y cultívalo en lo que te dé reputación de hombre sensato; deja a otros esas ingeniosidades, que, más bien, es preciso llamar insulseces o charlatanerías, por lasque habitarás en una casa vacía; imita, no a los que discuten esas pequeñeces, sino a los que tienen riqueza, estimación y otros muchos bienes.
SOCRATES: (…)